Una noche, el coyote fue a escuchar al busardo cuando contaba la historia de su vuelo al mundo superior.
El busardo contó que había volado muy, muy alto hasta penetrar en las nubes, más alto que nunca, tan alto que estaba aterrorizado, hasta que se encontró con una abertura en el firmamento, que parecía la boca de una cueva. Con miedo y titubeando entró en el hueco y descubrió un mundo totalmente distinto. Había gente cantando y bailando, había animales y plantas, algunos de especies que jamás había visto. Era emocionante, pero temía que la rendija del firmamento se cerrara y no pudiera volver a reunirse con los suyos.
Entonces, dominado por el miedo, el busardo corrió tan aprisa como pudo hacia la rendija, saltó por la boca de la cueva y regresó al firmamento de este mundo, donde una corriente descendente lo empujó hasta el campo de los animales, en el que narró esta historia. Todo el mundo sabía que lo que contaba el busardo era cierto, porque los busardos no mienten.
Cuando terminó de contar la historia, el coyote se acercó al busardo y le suplicó que le permitiera acompañarle la próxima vez que viajara al mundo superior. En el fondo, al busardo no le apetecía que le acompañara el coyote, pero fue tanta su insistencia que al final no pudo negarse.
El busardo sabía que a los coyotes les gusta arriesgarse. Les encanta jugar con cartas ocultas en la manga. Por ello le exigió al coyote que no practicara ninguno de sus juegos de riesgo con la gente del firmamento. El coyote, por su parte, creía que ganar a la gente del firmamento sería pan comido. No estarían familiarizados con sus juegos y, gracias a su experiencia, tendría todas las de ganar. El juego sería nuevo para ellos y no sospecharían de sus sofisticados trucos.
El busardo y el coyote llegaron a un acuerdo respecto a los juegos, y el busardo rezó al dios viento rogándole que les llevara al mundo superior.
El coyote se agarró a la espalda del busardo, temblando de miedo por la altura que alcanzaban y procurando no mirar hacia abajo.
Cuando llegaron y el coyote se apeó, el busardo le advirtió con toda seriedad que debía estar de vuelta en la puerta de la cueva a la puesta del sol. El busardo insistió en que era imperativo, puesto que no podía mantenerse a aquella altura en el frío. Necesitaba los últimos rayos de sol para que ambos pudieran regresar con seguridad. Pero el coyote no le escuchaba. Pensaba en el dinero que le ganaría a la gente del firmamento.
Sí, claro, por supuesto. Dijo, como suelen hacerlo los que no están escuchando.
El coyote se lo pasó de maravilla. Intento engañar a toda la gente del firmamento con sus trucos, pero resultaron ser demasiado listos para él. Por fin se había encontrado con unos adversarios dignos de su categoría. Y la gente del firmamento también tenía sus juegos. Tanto le fascinaron al coyote que le pasó el tiempo sin darse cuenta y, cuando de pronto despertó, ya había oscurecido. ¡Se había quedado dormido y no había acudido a la cita! Estaba muerto de miedo, al recordar lo que el busardo le había dicho sobre lo de volar a casa antes de la puesta del sol. Estaba atrapado en el firmamento y no sabía qué hacer.
El coyote corrió tan deprisa como pudo a la rendija de la cueva, pero el bucardo ya se había marchado. Vio sus huellas que conducían hasta donde había saltado a la inmensidad azul. El coyote asomó la cabeza, pero era tanta la altura que ni siquiera se veía el suelo. Lloró amargamente por no haberle prestado suficiente atención al busardo o a lo que hacía. No quería vivir en el firmamento. Anhelaba desesperadamente volver a la Tierra. Tan desesperado estaba, que se le ocurrió saltar como única alternativa. A pesar del miedo que tenía, retrocedió unos pasos y echó a correr hacia la rendija del firmamento. Tres veces lo intentó y tres veces se detuvo aterrorizado. A la cuarta saltó y la caída fue muy, muy larga.
Dos días después una bola de huesos se estrelló estrepitosamente contra la superficie de la Tierra. El coyote acababa finalmente de aterrizar. Había estado a tanta altura que, al no tener alas, el dios viento había tardado dos días en devolverlo a la tierra.
Se organizó su entierro y se depositaron sus huesos junto a la colina, en un lugar debidamente sagrado. Se rezaron oraciones. Se le suplico al Gran Espíritu que recogiera los huesos del coyote y le devolviera la vida en otro lugar. Concluidos los cánticos y las oraciones, los animales regresaron a sus respectivas casas tarareando tristemente la última canción del coyote. A todos les había gustado quejarse de los trucos del coyote, pero nadie deseaba deshacerse de él. Después de todo, ¿qué sería la vida sin coyotes? Alguien tenía que desafiar las reglas irracionales o carentes de significado.
Ninguno de ellos sospechó que aquella misma noche el Gran Espíritu respondería sus plegarias. El espíritu esparció los huesos por toda la superficie de la Tierra. Cada fragmento se convirtió en un coyote. Cuando los animales despertaron por la mañana, en cada colina lejana había un pequeño coyote que aullaba a la luna, suplicándole que no se durmiera. Y al próximo atardecer, en cada lejana colina había un pequeño coyote aullándole a la luna para que saliera a jugar.
Esta historia nos transmite la profunda enseñanza de la vida y la muerte. Vivimos aunque muramos. Y de un modo u otro vamos a morir. Hay personas que se recuperan milagrosamente de una grave enfermedad y experimentan una muerte. Hasta las pequeñas curaciones suponen la muerte de alguna antigua forma de ser, que la enfermedad necesitaba para sobrevivir. A veces los enfermos tienen que abandonar su trabajo, sus relaciones personales, su forma habitual de eludir las emociones. Siempre es necesaria una pequeña muerte. Una enfermedad importante requiere una muerte importante. Si examinamos pacientes cancerosos que se hayan recuperado milagrosamente después de estar condenados a muerte, descubrimos que han sufrido una transformación. El individuo que se recupera no es el mismo que padecía la enfermedad. Éste último habrá fallecido con la enfermedad y en la salud nos encontraremos ante alguien nuevo.
Este proceso es el viaje del chamán con el espíritu del paciente al mundo de los muertos. El chamán se lo lleva a dicho mundo y regresa de nuevo con él. Tenemos que caminar con la muerte a nuestra izquierda. Para vivir debemos estar dispuestos a morir.
Leyenda Pima
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