Juliano de Constantinopla, el último emperador romano que adoró a los dioses del Olimpo, murió luchando contra los persas, el año 363 después de Cristo. Las tres parcas, entonces, informaron a Zeus que su reinado finalizaba y que él y sus amigos debían abandonar el Olimpo.
Furioso, Zeus destruyó el palacio con un rayo y se fueron todos a vivir entre la gente humilde del campo, esperando tiempos mejores. Los misioneros cristianos, no obstante, los persiguieron con la señal de la cruz y transformaron sus templos en iglesias, que repartieron entre los santos más importantes. Y así los mortales pudieron volver a contar el tiempo por semanas, como les había enseñado el titán Prometeo. Los dioses del Olimpo se vieron obligados a esconderse en bosques y cuevas, y nadie les ha visto desde hace siglos.
Sin embargo, Eco sigue existiendo, igual que la flor del narciso, que inclina su cabeza con tristeza y mira su reflejo en los estanques de montaña, y también existe el arco iris, de Iris. Los cristianos, además, no pusieron nombres nuevos a las estrellas. Por la noche, en el cielo, todavía podemos ver al Escorpión que pisó Heracles; al propio Heracles; al León de Nemea que el héroe mató; a la Osa de Artemisa que amamantó a Atalanta; al Águila de Zeus; a Perseo y a Andrómeda, y a los padres de ésta: Cefeo y Casiopea; la Corona de Ariadna; los Gemelos Celestiales; Quirón el Centauro, conocido hoy como «El Arquero»; el Carnero de Frixo; el Toro que raptó a Europa; el caballo alado Pegaso; el Cisne de Leda; la Lira de Orfeo; la popa del Argos; el cazador Orión, con su cinturón y su espada, y muchos otros recuerdos del antiguo y salvaje reinado de los dioses del Olimpo.
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